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Escritos de Amigas de Feministas Lúcidas

“Incitada” (2da. Edición, impresa) de 2023. Un comentario de Marisol Torres Jiménez.

Hola, buenas tardes a todas ¡qué gusto y alegría siento al estar aquí con ustedes! Agradezco a Andrea, por pensar y confiar en mí como una de sus convidadas para comentar en el lanzamiento de su libro Incitada, en su segunda edición, que esta vez viene sostenido en la materia, gracias a la relación y asociación con las mujeres de Nudos Feministas, quienes han podido imprimir y encarnar una de las creaturas de Andrea.

Aprovecho también de agradecer a Marcela por ser emisaria y traer nuestra Incitada hasta el valle de Jovel, donde habitamos y hacemos relación.

Para iniciar, quisiera compartirles la letra de una de las canciones de mi amiga, Nidia, titulada “Las Voces”:

“Puedo enloquecer al mundo a mi placer

Pues me gusta hacer siempre todo al revés

Puedo recorrer el cielo y regresar

Para ir a apostar mi alma en la ciudad

Pero no, no puedo callar, pero no puedo callar

Pero no, no puedo callar, pero no puedo callar

Las voces que traigo dentro de mí

Puedo regalarte toda la razón, con tal de bailar al sonido de tu voz

Puedes incendiarme el cielo con un flash

Y en el mar ahogar toda la soledad

Pero no, no puedo callar, pero no puedo callar

Pero no, no puedo callar, pero no puedo callar

Las voces que traigo dentro… de mí. 1

Espero, estar a la altura y a la anchura de tu invitación, Andrea, que, como lo he mencionado en varias ocasiones, eres mi escritora favorita de uno de mis tiempos favoritos. Y me pregunto ¿qué es el tiempo para nosotras, las mujeres?, ¿cómo medir el tiempo para una mujer si no es más que a través del candor de sus relaciones?, ¿es posible relacionarse con quien escribe, a distancia y en la soledad de la lectura sentida? Me atrevería a decir que sí, al menos, es eso lo que pone a disposición, Andrea, para quien la lee y mantiene la apertura como yo lo he podido vivenciar en mis variados encuentros y re-encuentros con la antología de Incitada.

Ella está dispuesta y con apertura a la relación con su lectora o lector. Y quienes amamos leer sabemos lo que ello significa, es diálogo, es juego, es arte, es creación, es cuando las palabras vuelven al infinito sin perder su hilo, porque la autora escribe a partir de su experiencia, y eso es único y singular, pero también nos espejea y nos resuena porque tiene algo que decir de nosotras mismas, tiene algo que decir sobre mí, sobre mis traumas y mis talentos, sobre mis heridas y mis cicatrices, también sobre mis miserias (o no tan mías), pero, por sobre todo, las voces de Andrea se despliegan para hacer de la escritura una posibilidad de la relación, es decir, un lugar donde también habita la política de las mujeres.

“…Muchas de las voces que traigo dentro” Me incitan: reverberan en mí en formato de loop y de repetición, recitando verdades únicas, verdades que me acercan a mi autenticidad, esa que creí perdida en los otros, en sus discursos e ideologías, esa que se resguardó tratando de hacerse pequeña para sobrevivir a la miseria patriarcal, pero su grandeza, la grandeza que procuró y cuidó su madre, y que viene inscrita en su diferencia sexual femenina, su ser no pudo con ella. A la luz de muchos enfrentamientos, y también de revelaciones, la niña-vieja logró salir del desierto de la aridez emancipatoria.

Al igual que Andrea, y me atrevo a decir a muchas de las que estamos aquí presentes y nos sentimos convocadas e incitadas, la voz y el sonido también me han acompañado desde muy pequeña, me atrevo a decir a todas y todos, a propósito de cómo la lengua materna está presente en nuestra llegada al mundo, y ojalá hubiese persistido mi escucha y cuidado de ella, así como no podía vivir sin ella cuando mi madre, Marisol, en calidad de mi primera maestra me la enseñó con toda su Amor.

La voz y las palabras de Andrea también están dentro de mí, también me incitan. Me animan a seguir de pie, a seguir adelante o a regresar si es necesario, me recuerdan que soy una mujer, y también quienes somos las mujeres. Ella, gracias a sus reflexiones hechas palabras escritas, se ha vuelto una necesidad. Leer hoy por hoy a Andrea Franulic es una fortuna y una necesidad.

En Incitada, nos va mostrando muchas de sus preciadas y selectas flores, ella, Andrea, va narrando su amor por y con la palabra desde una afirmación sentida y genuina: “y supe que el patriarcado ha terminado”, acabando ella, “desde el otro lado”, ¿qué hay en el otro lado? Me atrevería a decir, aunque tanto la autora de Incitada como también lo intuyó Carla Lonzi, el universo está hecho más de preguntas que de respuestas y, por lo mismo, tenemos que intentar estar a la altura2. Precisamente, porque ella hace un llamado al orden de la grandeza, a recobrar nuestra atención y cuidado de los valores femeninos (dudo, si llamarles humanos, definitivamente), que son tan necesarios para vivir bien, quizás, como lo mencionó cuando hacía política feminista con Margarita Pisano, cuando nos hablaba de la buena vida, o simplemente, es una conminación a vivir una aventura, la aventura de una misma parafraseando otra vez a Carla Lonzi, una aventura que está a la altura de un universo sin respuestas pero con las coordenadas de la libertad, que siempre, nos lleva a la relación, con todo lo que ella implica.

Gracias al viaje antológico de Incitada, puedo empezar a vislumbrar qué es lo que hay al otro lado: que la lucidez es una práctica, y que la teoría está viva en la relación entre mujeres, en el pensamiento libre de cada una, brota en la singularidad y en la relación con el mundo en tanto mujer, en tanto mujeres. La misma Andrea lo va dejando patente a través de su viaje escritural mostrando cómo su pensamiento está vivo y la relación con el mundo, a partir de ella misma, siempre es una relación sexuada. La anfibia va dejando atrás sus separaciones y los hábitats pantanosos. En cambio, tal como una cangreja, tímida pero visionaria, que recuerda que sus orígenes están en la sal y en la humedad, se abre paso como la verdad de su propia existencia, mientras regresa a la mar, también regresa a sí misma.

Otra de las flores, que nos regala Incitada, es una invitación a pensar a partir de la propia experiencia, pero, sobre todo, nos permite recuperar y restituir nuestra lengua materna, la lengua primera, la lengua que sabe de la coincidencia entre las palabras y las cosas, ¿y que no es más importante recuperar la lengua que existe para decir y para decirnos realmente, que incluso el pensar por una misma? Quienes hemos pasado por el feminismo ideológico y emancipatorio sabemos de ello, nos obsesionamos con pensar, pensar y pensar, con tener cabeza, pero ¿a qué costo? Quizás, y aquí hablo por mí, a separarme de mi experiencia, expulsando mi sentir y rebelándome a mi origen materno y femenino. Mi lectura de Incitada, también ha ido de eso, de mirarme en el espejo mediado por otra mujer, por su autora, que también se dio de tumbos con el discurso y dejó de confiar en su lengua materna, la lengua que no sabe de artificios separacionistas.

Andrea abre puertas y ventanas de la casa que estaba sin aire y sin vida, adornándola con preciosas perlas y fotografías de infancia, que intentan recordar la Amor que sostuvo el origen de la vida, gracias al deseo de una mujer, nuestra madre concreta; y nos conecta con nuestro origen a través de las lúcidas imágenes que nos regala a lo largo de su antología. Sacude, con suavidad y, a veces, no tanto, anquilosadas reliquias y gestos de apego con el patriarcado, la nostalgia de la esclava se hace sentir, pero es más real y profundo el deseo por el orden, por el disfrute y el placer de la vida encarnada, y es más necesario el reencuentro cara a cara con el origen materno, así como sentarte a tomar el té con la genealogía femenina que nos precede.

Incitada es un Viaje personal e íntimo a través de la actuancia política hasta el reencuentro con la lengua materna y la libertad hallada en el núcleo de la genealogía femenina, que la autora desenmascara evidenciando la violencia hermenéutica universitaria que experimentó, develando que quien le mostró por primera vez la coincidencia entre la palabra y cosa fue su madre. Como una gran madeja que necesita ser ovillada, Andrea va hilando y contándonos sus idas y venidas con el feminismo ideológico, las veces que los ruidos han trastornado su vida y, sobre todo, nos ha permitido nombrar, a quienes hacemos política femenina desde tierras Mayas o en el sur del Tahuantinsuyo, la existencia del feminismo radical de la diferencia, que no olvida que la diferencia sexual es radical y no está sujeta a interpretaciones posmodernas, por decirlo de alguna manera.

Considerando lo anterior, Incitada es un vehículo para mirar con compasión la propia historia política, sobre los aciertos y las causas ideológicas defendidas con tanto ahínco, mientras se perdía el hilo con el origen materno. Ese mismo hilo, que a Andrea la he escuchado mencionar en un par de ocasiones, ese hilo que se corta en nombre de la emancipación, pero que después ahorca porque se transforma en soga sin dejarnos respirar. Es una historia velada por la pasión a la palabra y por la Amor a las mujeres, es una epifanía espiralada que permite regresar siempre al pasado con paciencia y dulzura, y que ve en sus errores, un impulso de crecimiento y sanación.

Incitada es una insistencia, es una insistencia de Andrea en la política de las mujeres, que es la política de la relación, la política que no teme a la dependencia y que necesita de ella para experimentar la bien llamada libertad femenina. A través de todos los hilos y flores que nos ofrece en esta antología, es una como ya he dicho antes, una insistencia por la libertad, que se dio tumbos en la emancipación feminista para regresar a casa, prodigiosamente, como lo hace la pequeña Andrea que sabía que su vocación estaba en la palabra y su pasión en la empatía.

Para finalizar, solo me queda agregar que, la escritora y pensadora Andrea Franulic Depix es faro3 que ilumina en las costas de una ciudad costera del Desierto de Atacama, es faro que guía cuando pena la orfandad que desconoce o desprecia el origen materno y femenino, que corta todos los haces de luz que nos permiten regresar a casa, quizás, en mi caso, simplemente a una contemplación pasiva de mi ser, de alguien que naufragó en aguas estancadas donde ni siquiera se podía mantener a flote.

Muchas gracias, Andrea, por hacer esto posible y por incitarnos con tus palabras y tus voces.

Salud y muchas gracias a todas las presentes.

1 Letra de la canción “Las voces” de la compositora tijuanense Nidia Barajas

2 Aquí parafraseo una de las frases de uno de los manifiestos de Rivolta Femminile (1970) “… Queremos estar a la altura de un universo sin respuestas”

3 La imagen del “Faro” como guía femenina, la aprendí de mi querida Mar y Cielo (Marcela Valera Cato)

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La envidia de las mujeres… otra vez. Andrea Franulic Depix

Las relaciones entre mujeres son el centro gravitacional de nuestra práctica política en el feminismo radical y en el de la diferencia, por eso, requieren de nuestro pensar y nombrar cada vez de manera más fina y profunda. Los daños que ha causado el contrato sexual, que fundó los patriarcados, son inconmensurables y no quisiera creer que son irreversibles. Mi certeza proviene de los años que practico la política primera, que no son pocos, y todas las innumerables veces que me he sentido sacudida por los conflictos que he vivido con otras. Me refiero a conflictos destructivos o a nudos no desatados, nudos ciegos. Sin embargo, estos años no han sido en vano, pues he intentado afinar mi práctica relacional, lo mejor que he podido.

En este sentido, considero un gran acierto que las pensadoras de la diferencia sexual hayan pensado y nombrado la envidia de las mujeres en el final del patriarcado[1]. Como se trata, precisamente, del final del patriarcado, la envidia de las mujeres no se interpreta desde los estereotipos femeninos, codificados por el orden social fálico, sino que a partir de la relación que cada mujer tiene con su madre concreta. Para nosotras, es fundamental mirarnos en el espejo de nuestras madres, parafraseando a Virginia Woolf, más aún si la envidia conlleva efectos destructivos en las relaciones entre mujeres, sobretodo cuando da el paso hacia la acción.

¿Cuál es esta acción? Puede tener muchas formas de expresarse. Diría que la mayoría apunta a rebajar a la otra por la incapacidad de reconocerle su disparidad o grandeza. Con otras palabras, rebajarla para que no brille, para que no se destaque, para que no sea “más que yo”. El “más” en este caso se confunde con competición, se descifra como un “menos” en mí. Se coloca en una medida falsa en tanto que dicotómica. Pues hemos aprendido que cada mujer custodia su propio “más”, que proviene de su propio linaje femenino, y que ni siquiera significa un “menos” en el otro sexo. Al mismo tiempo que se coloca en la medida dicotómica, confunde identidad con diferencia sexual, dado que al no reconocer la disparidad de la otra, pretende que seamos idénticas. En definitiva, se impone el pensamiento falocéntrico, que absorbe.

Por ejemplo, y para hablar en primera persona femenina y singular, cuando he sentido envidia por otra mujer, a veces he callado y no he celebrado su logro, nombrándolo con autenticidad, “nombrando lo que es”[2], sin apologías y sin cinismos. Mi silencio, en esta experiencia, ha sido un arma para rebajar a la otra. Darme cuenta de esto, ha sido un llamado a mi pensamiento, es decir, a pensar lo que siento, a estar conmigo misma, para no seguir reproduciendo estas actitudes. Es una voz de alerta que resuena en mí y que deseo escuchar. Nuestras relaciones entre mujeres se merecen nuestro pensar fino y radical, porque terminar con la violencia o, con palabras de Hannah Arendt, darle fin a la “banalidad del mal”, pasa por ponernos a pensar. Y, como dice María Zambrano, pensar es barrer la casa por dentro. Es mirarnos en el espejo, de raigambre femenina y materna, sin autoengaños ni autocomplacencias. Es un acto de amor hacia nosotras y hacia las otras.

Para seguir con los ejemplos, cuando he sufrido la envidia de otra mujer, esta se ha manifestado produciéndome amargura en un momento de sentir yo una genuina felicidad, genuina en tanto que me hace sentir vulnerable al mismo tiempo. La amargura que he sentido se ha debido a que, en esta experiencia, he recibido palabras de la otra como espinas venenosas que se clavan en mi entendimiento, y a la tristeza de que estas espinas provienen de quien considero mi amiga, lo que es más desconcertante y doloroso. En efecto, las pensadoras de la diferencia sexual han dejado claro que la envidia de las mujeres la encontramos en las relaciones con las más cercanas y queridas. Por eso, el efecto resulta tan destructivo, pues surge de una mujer que nos importa mucho. Las espinas venenosas, además, han sido cuidadosamente barnizadas con el falso brillo del ego, ese que distorsiona nuestra imagen en el propio espejo, y no nos deja ver nuestra grandeza.

En cambio, la autenticidad es contraria del ego. Pienso que es importante saber distinguir la una del otro. Tal vez, los signos de cinismo que puedo percibir en mí o en otras nos advierten que estamos entrando en el territorio del ego. Asimismo, la expresión de la llamada “falsa modestia”, usada de manera recurrente en nuestras conversaciones, puede constituir un aviso de que estamos equivocándonos de camino, pues la “falsa modestia” se ubica en el lugar opuesto de la arrogancia y la prepotencia. Es diferente la auténtica humildad. Un “falso dilema”, como nos susurra Mary Daly, es siempre patriarcal. Por donde se lo mire, el ego es fálico, se dice en masculino y, como tal, no solo intenta aplastar a la otra mujer, sino también, a su creatura, su obra.

La autenticidad se dice en femenino, como la libertad y la confianza. Esta triada actúa unida en las relaciones entre mujeres en las que la energía creadora y transformadora de mundo permanece intacta, intocada por las fuerzas androcéntricas. Si sentimos un resquebrajarse en cualquiera de las tres, se resquebrajan todas, y esto quiere decir que ha entrado o pretende entrar la presencia fantasmagórica del falo[3], es decir, ha entrado o pretende entrar el sentimiento de culpa, el miedo a ser sancionada, el discurso ideológico, el control, el cinismo, el engaño, el enmudecimiento, el “caminar sobre cáscaras de huevos”, el ego, entre otras manifestaciones de desorden simbólico que podemos reconocer y nombrar. Creo que muchas veces esto se puede revertir con cariño, conversación, apertura y escucha verdadera. En otras ocasiones, quizás solo quede la opción de esquivar.

La triada va sostenida por la independencia simbólica femenina. La envidia de las mujeres actúa precisamente en dicha independencia. Como he aprendido con las pensadoras de la diferencia sexual, nuestra independencia simbólica consiste en sentirnos libres de las ataduras patriarcales en todos los ámbitos de nuestra vida. Para esto, es importante recuperar y restituir nuestras genealogías maternas y femeninas, que nos permiten sentirnos sostenidas en nuestras verdades y nuestra excelencia, sin que se inmiscuya ni pretenda injerirnos la tradición de pensamiento masculino, que las ha absorbido, inundando  lenguajes, instituciones, ideologías y modos de relacionarnos con la alteridad, que también es la Naturaleza, con la distorsión de sus proyecciones.

De esta manera, los efectos destructivos que nuestras acciones pueden acarrear contra otra mujer son el resultado del contrato sexual que fundó los patriarcados. Pues el contrato sexual usurpó la autoridad de “augere” de la madre y su obra, que es dar la vida y la Lengua Materna, el cuerpo sexuado y la palabra, así como usurpó las genealogías femeninas de las sociedades matrilineales. Dicho de otro modo, son resultado de la violencia simbólica y sexual ejercida por los patriarcas y sus sociedades patriarcales, su (des)orden social y simbólico, contra nosotras las mujeres. Sin embargo, si sentimos la certeza de que el patriarcado ha llegado a su fin en la vida de cada una, entonces, creo que es muy necesario que no sigamos permitiendo que su tiranía se interponga en nuestras relaciones. De lo contrario, si seguimos creyendo en este tipo de sociedad necrófila[4], será difícil afinar nuestra práctica relacional y política. Pienso que, en este caso, le estaremos haciendo un gran favor y nos estaremos transformando en una de sus secuaces, como las llama Mary Daly: secuaces que pueden, incluso, propiciar discursos feministas, más allá del apellido que el feminismo lleve.

¿Qué sería pensar fino según mi consideración? Doy por descontado los discursos ideológicos, pues ha corrido ya bastante tinta para develarlos y para que nos sacudamos de ellos. Esencialmente fálicos, conforman una capa espesa que no nos deja ver la precedencia femenina. Con nuestras escobas de Brujas, podemos barrer esta capa y encontrarnos con la hondura y anchura de la Madre, su obra y trascendencia. Pienso que el hilar fino comienza aquí. La envidia que podemos sentir por otra mujer se enlaza con la relación con nuestra madre concreta, tanto con los nudos de esta relación como con la trascendencia de su obra, esa que nos permite darle sentido y ordenar el mundo, libres de patriarcado. Si la envidia consiste en rebajar a la otra, en desconocer su disparidad, por miedo e inseguridad de yo sentirme “menos”, ¿no se conecta, acaso, con la restitución de autoridad a mi propia madre, al reconocimiento de su disparidad irreductible por haberme traído al mundo y haber hecho posible mi permanencia en este? ¿Cómo puedo hacer de esto una práctica encarnada y no solo un discurso? ¿Cuánto de matricidio y misoginia traen mis palabras cuando, desde la envidia, me refiero a otras mujeres? Si es así, ¿estoy realmente realizando un ejercicio de restitución genealógica que me dé la independencia simbólica femenina que necesito?

Hago estas preguntas que me implican a mí misma. La restitución de autoridad de la madre concreta, o bien, la recuperación de la Lengua Materna para nuestra vida, creaciones, relaciones y palabras, es un paso sustancial en este delicado tejido. Como dice Luisa Muraro, se trata de “saber amar a la madre”, y esta es una puntada que se hace con hilo de oro. Ahora bien, este saber amarla involucra, además, el sabernos una mujer diferente de la mujer que es nuestra madre, quiero decir, involucra nuestra independencia simbólica también de ella, en especial, de su negativo, de su sombra, de su propio mal, que son producto de la violencia del patriarcado. Es su más y no su mal el que necesitamos para crecer, para transformarnos en otra mujer, para transformarnos en Madres[5], ya sea de criaturas o de creaciones.

Creo que es fundamental saber cuando estamos atascadas bajo su sombra, incluso sintiéndonos cómodas allí como si fuese un refugio, estando la madre en presencia o en ausencia. Sintiéndome resentida con mi madre, reconozco que no he salido de su sombra. A veces incluso queriendo obsesivamente protegerla o cuidarla del patriarca, podría significar que permanezco enganchada allí. O cuando sigo demandándole amor o atención, puede ser un signo que todavía no doy el salto de su negativo. De todas maneras, si tomo conciencia y hablo de estos sentires, es un avance. El problema es cuando se juega el papel de la eterna malcriada o de la eterna hija resentida, en ninguno de estos casos o de otros que queramos nombrar en esta línea, se podrá crear relaciones con otras que sean verdaderas o consistentes o, al menos, será dificultoso; es probable que nos convirtamos en demandantes de reconocimiento, insaciables y solapadas.    

Si la envidia de las mujeres desconoce el sentido libre que cada mujer le da a su ser mujer, esto va de la mano con un intento de fusión con la otra, una fusión-confusión entre idénticas. Por eso sentir envidia por otra, o padecerla de otra, nos invita a mirar hacia atrás y hacia lo profundo, hacia la precedencia, hacia el origen, hacia las raíces, y darnos cuenta de que es muy necesario restituir la grandeza materna y femenina, sin idealizaciones ni metaforizaciones, para ser mujeres diferentes de nuestras madres con independencia simbólica de su negativo (eso sí, nos parecemos a nuestras madres en muchas cosas que nos gustan, como algunas gesticulaciones, por mencionar algo). Si contingencia y trascendencia no se separan (Diana Sartori), es justamente en la contingencia de la relación con mi madre, en su ausencia o en su presencia, que podré ir “barriendo la casa por dentro”, encontrándome conmigo misma, para recuperar en mí la excelencia de su obra. Asimismo, es la relación con otras mujeres la que me invita a pensar y a nombrar mi experiencia en estas relaciones. De memoria no es. Es en la práctica, en la vida, en el atreverme a estar en relación, reconociendo la radical diferencia de la otra, aunque me equivoque o, a veces, duela, pero no huyo ni me amurallo si no responde a mis expectativas o exigencias; me arriesgo con todo lo que traen nuestras relaciones, me fío, aunque procuro cada vez dar menos pasos en falso. Pienso que de eso se trata vivir.

Así como deseamos que la violencia masculina llegue a ser impensable[6], de la mano va el deseo de que los conflictos destructivos entre mujeres también lleguen a serlo, incluso el hablar del negativo de nosotras o de nuestras madres deje de ser un tema que nos preocupe. Sin embargo, como dice Ana Mañeru Méndez, “no tenemos que desesperar, sino saber, entender y actuar desde ahí”. De igual modo, esto no tiene que ver con ética o moral, es un trabajo de la política de lo simbólico, que no fragmenta cuerpo y palabra, cuerpo y alma, naturaleza y cultura. Es un trabajo de lo simbólico que nace de nuestro deseo libre de recuperar la Lengua Materna en todo su esplendor como medida de nuestras relaciones. Es el simbólico de la madre que da sentido, que ordena el mundo y que también sabe poner límites, como me decía el otro día la poeta Nieves Muriel, quien está ayudando a crecer a su criatura, que trajo al mundo hace pocos años. De esta manera, podremos ir profundizando el valor civilizatorio del “cuidado radical”, como nombra la enfermera Patricia Sánchez Aguilar el cuidado de las relaciones: con las otras y los otros, las criaturas todas, la Naturaleza. Que las madres no sientan nunca más negada su autoridad ante el autoritarismo del patriarca, del incestuoso o del maltratador, y que las hijas, que también somos Madres, no vivamos esa sombra como una maldición que repetimos sin darnos cuenta.


[1]Me inspiro en el monográfico sobre la envidia, publicado por la Revista Duoda, 58, 2020. En este escribieron las autoras Laura Mercader, Wanda Tommasi, Chiara Zamboni y Candela Valle Blanco.

[2]Tomo esta expresión de la filósofa Luisa Muraro.

[3]Tomo esta expresión de un texto de la historiadora María-Milagros Rivera Garretas sobre los manifiestos de Rivolta Femminile.

[4]Como la nombra la filósofa Mary Daly.

[5]La pensadora Luce Irigaray afirma que todas las mujeres somos Madres.

[6]Lo dice María-Milagros Rivera Garretas en algunos de sus textos políticos.