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Escritos de Amigas de Feministas Lúcidas

Una mirada a la historia de las mujeres desde el final del patriarcado, Doménica Francke-Arjel

«Consideramos incompleta una historia que se ha constituido sobre huellas no perecederas. Sobre la presencia de la mujer no se nos ha dicho nada, o lo que se ha dicho se ha dicho mal: nosotras debemos redescubrir dicha presencia para saber la verdad».

Carla Lonzi y otras: Primer Manifiesto de Rivolta Femminile, 1970

Hay ciertos descubrimientos que las mujeres hemos hecho, en el feminismo, que nos han tomado por sorpresa.

El más importante de ellos ha sido el de la libertad de las mujeres, libertad como mujeres, esto es, con nuestra diferencia sexual intacta.

Como se trata de descubrimientos, para muchas de nosotras inesperados, de un desplegarse de la realidad cual epifanía, incluso como revelación o buena nueva, a veces nos han descolocado de tal manera que sentimos que nos quitaban el piso, las certezas, las “categorías de análisis”, diríamos hablando en feminista radical clásica.

Y ha resultado que, sin ellas, hemos quedado también sin identidad.

En la opresión, la identidad estaba más o menos asegurada, era clara, se expresaba como hermandad en el sufrimiento, sororidad en la orfandad femenina, asumidas, sufrimiento y orfandad, como certezas de la existencia de las mujeres. La economía de la miseria, ha dicho María-Milagros Rivera Garretas.

Resistir, luchar, denunciar y exigir, armadas de datos, estadísticas, fueron prácticas generalizadas, no del todo estériles, pero insuficientes. Para llevarlas a cabo, la historia fue llamada como informante, como testimonio fiable de las atrocidades (innegables) cometidas por los hombres.

En la academia, en la historia que la academia certifica y hace circular, esto desembocaría en un amplio movimiento de recopilación, estudio y difusión en clave compensatoria, es decir, con el afán de colocar a las mujeres en la historia del hombre, hacerles un lugar en el gran relato: “la primera mujer” o “por primera vez”, se dijo muchas veces, para demostrar que nosotras también teníamos, éramos capaces de tener una historia.

Este afán pronto decantó (no sin maniobras de poder tras ello) en la perspectiva de género, fórmula que, presente hasta nuestros días, enmascara las verdaderas y a los verdaderos responsables de la miseria, que, aún expresada y materializada contra las mujeres, sigue perteneciéndole a ellos: los hombres.

A pesar de esto, hubo un momento muy importante dentro de la historia de las mujeres, y aquí sobre todo hablo influida por mis raíces radicales (valga la redundancia) en el cual, tal como el feminismo radical se propuso, y creo que lo hizo muy bien, fue necesario desenterrar las raíces del sistema de opresión que conocemos (o conocimos) como patriarcado. Pero, ¿cuál sería la fecundidad de esta búsqueda?

El patriarcado, dado que no era un orden natural, surgido como una emanación del cosmos ni como una forma de ser de la especie humana, debía tener una historia, esto quiere decir, un inicio, con sus posteriores transformaciones, y así se podría prefigurar también, la posibilidad de su fin.

De esta manera se estableció, por ejemplo, que el patriarcado era la forma de opresión primigenia, el primero y principal de los sistemas de jerarquías que han existido en la historia humana (Gerda Lerner: “La creación del patriarcado”). También, la teoría radical nos mostró como para las mujeres el amor, “el sexo”, la familia, la educación y los derechos políticos… etc., habían sido moldeados y definidos por el poder masculino, y cómo todo ámbito de nuestra vida lo había sido por el poder que no tuvimos. Este y no otro es el significado de premisas como “lo personal es político”.

Pero en el transcurso de todo el recuento de la opresión, se iluminaron también otras áreas de la historia que se salieron de esa línea del relato.

Este es el significado que tienen para mí, por ejemplo, los aportes de Adrienne Rich, Carla Lonzi o Carole Pateman, viniendo sus voces de lugares tan diferentes, porque, si bien parten de la constatación de qué es el patriarcado, todas apuntan hacia otro lugar, anterior al patriarcado y a sus patriarcas. Aquí, creo que radica la verdadera fecundidad de todo lo descubierto.

La existencia de mujeres castas, vírgenes, frígidas, de las trovadoras, las denominadas solteronas (“spinters” como las rescata Mary Daly) y las brujas, las muradas, así como la de muchas monjas, santas, de las beguinas, nos demuestran que, ni las medidas del castigo y la persecución, ni las de las instituciones de los hombres, pueden medir o dar cuenta de la grandeza y libertad femeninas, ya que justamente los patéticos y lamentables gestos masculinos de violencia contra ellas, solo se pueden explicar porque esa libertad y esa grandeza de las mujeres estaba antes, precedía y excedía, excedió con creces, a los despliegues de los patriarcas.

Al volver la mirada sobre los mitos, o la historia llamada comúnmente “prehistoria”, retomando fuentes conocidas hace décadas (si no cientos de años), pero esta vez con la luz de una mirada femenina libre, una mirada de final de patriarcado, confirmó la intuición de que las mujeres siempre estuvimos antes. Es lo que se aprecia en las obras de Marija Gimbutas, Elizabeth Gould-Davis o Barbara Verzini. Ellas no inventaron las estatuillas que representan a figuras femeninas, ni sus símbolos, ni los cánticos de las campesinas eslavas, tampoco a las pinturas rupestres, ni a Tiamat, lo que hicieron fue menos espectacular y más significativo: leyeron estas huellas en femenino. Ese gesto fue suficiente.

Así comprendimos, por ejemplo, por qué todos los mitos fundacionales del patriarcado nos hablan del triunfo del orden sobre el caos, y no es porque el caos sea malo, estéril u hostil, sino porque caos es otro nombre para la armonía materna en la cual todo convivía sin necesidad de separación ni de antinomias… El orden, por su parte, expresión del patriarcado, siempre se impuso por la fuerza, la violencia, siempre despedazando para empequeñecer, y, reduciendo poder producir su retorcida fantasía de control.

Las preciosas y su movimiento político: el preciosismo, hoy pueden ser interpretados como una práctica política ejemplar en la que, tanto mujeres como hombres aceptaban y se ponían a disposición de la mediación femenina (Benedetta Craveri: “La cultura de la conversación”). Única mediación humana posible, la femenina, ya que tanto mujeres como hombres provenimos de nuestras madres, y probablemente se trate de la gran experiencia universal que aúna a la humanidad. Esta mediación podría prefigurar la respuesta a una incógnita que las mujeres podemos plantearnos hoy, abandonando al separatismo como mandato y asumiendo la unicidad del mundo: ¿cómo podría ser la convivencia de los dos sexos? Una cuestión difícil, sí, pero una que no deberíamos seguir eludiendo o ignorando, me parece.

Me parece, sobre todo, que es una pregunta frente a la cual no nos encontramos carentes de intuiciones ni conceptos.

Ni siquiera la historia moderna de los movimientos de mujeres, tradicionalmente difundida, es solo sobre derechos, de acuerdo a Sheila Jeffreys (“Sexología y antifeminismo”), varias de las sufragistas británicas, además de exigir derechos políticos en su sentido tradicional, criticaban explícitamente al coito como una práctica molesta, en ningún caso placentera, y hasta peligrosa para las mujeres.

Algo parecido sucede con la historia de la literatura, con el rescate de figuras como Elena Garro, Clarice Lispector, por ejemplo, o al iluminar con una luz verdadera las vidas de mujeres como Sor Juana Inés o Emily Dickinson, como ha hecho María -Milagros Rivera Garretas: aparece la verdad de su amor, la verdad de sus relaciones con otras mujeres.

Un panorama similar nos muestra, por ejemplo, lo descubierto recientemente por Irene Vallejo con su libro “El infinito en un junco”, señalando la vinculación, tan estrecha como femenina, del textil con el texto, en cuanto ambos funcionan como soportes de la memoria, de la cultura humana. También está surgiendo una nueva visión de la llamada literatura infantil, con la difusión de la figura de Catherine D´Aulnoy, quien publicó los primeros cuentos de hadas de la historia, en el siglo XVII, antes que Perrot o los Grimm), y no solo antes, sino que, con la diferencia sexual en juego, al mostrar un mundo más complejo, en el cual los personajes femeninos presentan múltiples facetas y se alejan de la tradición del canon (masculino). Así también, la propuesta de la historia viviente de la mano de Mariri Martinengo que quiso contar la historia de su abuela exiliada y silenciada por su familia (Comunidad de historia viviente de Milán).

¿Cuánta libertad de mujer pone en movimiento en el mundo este libro: “El placer femenino es clitórico”, de María-Milagros Rivera Garretas? Imposible responderlo. Sé que es mucha. Pensemos simplemente en el título. Como decía mi querida Diana, ya ver la palabra “clitórico” en la vitrina de una librería debería ser suficiente para arrancarme una sonrisa.

Y esto porque la libertad femenina da placer, es placer, así como también es amorosa, al reconocer que solo se da en relación.

En el bellísimo libro “No creas tener derechos”, las mujeres de la Librería de Milán, después de señalar que las mujeres no le debemos nada a los hombres, se preguntan: ¿cuál es el precio de la libertad de las mujeres? La respuesta que encuentran es: el reconocimiento y la gratitud que debemos a las mujeres que nos antecedieron. Sus huellas de libertad femenina son las que nos han llevado al lugar que habitamos hoy: la certeza del mal que es el patriarcado y los patriarcas, la autoconsciencia, que “es la otra”, como dijo Carla Lonzi, saber quiénes somos, y a partir de ello, nuestro deseo de libertad o la experiencia de la misma, que tanto se parecen.

Para nuestra historia esto significa que debemos abandonar la idea de la universalidad del hombre, así como la de que las mujeres podríamos prescindir de nuestra diferencia sexual en este campo. Las mujeres tenemos una historia que es, de hecho, la historia, y no un mero acápite de la historia humana.

Esta aventura se trata no solo de renunciar a escribir la historia del hombre, sino también de abandonar el escribirla como los hombres escriben la historia. Sabemos que la objetividad es un proyecto masculino, e implica arrancarse el corazón y convertirse en una mente racional, carente de sentir, de cuerpo y de alma, es decir, lo imposible por in-humano, y por lo tanto, lo falso, la farsa (y por ello, y porque el pensamiento masculino es ha sido incapaz de salir de la lógica de las antinomias, además del racionalismo a ultranza, el otro gran proyecto intelectual de los hombres es el nihilismo, con sus derivas constructivistas extremas, lo cuir y lo posmoderno: verdad sin sentir o sentir sin verdad).

Esto dice Luce Irigaray en “El cuerpo a cuerpo con la madre”, ponencia presentada en un coloquio sobre salud mental, en 1980, el mismo año en que nací: “Pienso que también es necesario para no ser cómplices del asesinato de la madre, que afirmemos la existencia de una genealogía de mujeres. Una genealogía de mujeres dentro de nuestra familia: después de todo, tenemos una madre, una abuela, una bisabuela, hijas. Olvidamos demasiado esta genealogía de mujeres puesto que estamos exiliadas (si se me permite decirlo así) en la familia del padre-marido”,

Dar a luz y amamantar, ayudar a parir, tejer, bordar, sembrar, seleccionar semillas, cuidar animales, lavar el rostro de las niñas y niños, enseñar las palabras, desenredar el pelo de ancianos/as, cocinar, elaborar cerámicas, pintar las paredes de cuevas para entretener a los pequeños, escribir diarios, escribir memorias, cartas, experimentar con ingredientes, sabores y tipos de cocciones, crear y preservar recetas de comidas, limpiar la casa, etc., son actividades que pueden o no dejar huellas, pero que no podemos negar que se han llevado a cabo durante toda la historia. La sola existencia de la humanidad bastará para confirmar que esto es verdadero. Mi propia existencia.

Sobre todo, las tareas compartidas, las cosas femeninas como juntarse a cuidar crías o a lavar ropa, actividades por tanto tiempo despreciadas, incluso por el feminismo, que tantas veces se ha jugado su propia existencia en el juego de entrar a las grandes ligas masculinas, seguramente dieron lugar a largas conversaciones, confesiones, risas y conflictos, amistades, complicidades y amores. Y fue en esos murmullos, en esa labor paciente y cotidiana, que surgieron los vínculos que mantuvieron a la humanidad a salvo de la destrucción, o la reconstruyeron tras ella.

En las últimas décadas, estos hechos han tomado cada vez más fuerza, desde el feminismo de la diferencia y desde el femenino libre, y han surgido verdades y apuestas reveladoras, verdades y apuestas que lo han cambiado todo, porque no podría ser de otra forma.

La verdad es femenina, y para encontrarla y decirla, se necesita estar enteras, ser lo que somos: alma corpórea, no negadas ni divididas, en la razón desde las entrañas, está el camino que nos lleva a ella, porque el deseo de verdad y la necesidad de verdad están profundamente unidos en la mujer que la busca.

“Para nombrar el mundo hay que ponerse en juego en primera persona. Ponerse en juego en primera persona quiere decir arriesgarse a juntar, también cuando se habla o se escribe, la razón y la vida, evitando repetir como la ninfa Eco (…)” (María-Milagros Rivera Garretas, Nombrar el mundo en femenino, p. 12).

Así, el fin del patriarcado anunciado en 1996 por las mujeres de la Librería de Milán no es otra cosa que la expresión cabal del descubrimiento de nuestra libertad, es decir, la constatación del generalizado descrédito que ha caído sobre el patriarcado, que lo declara arruinado al mismo tiempo que ve sus ruinas, la miseria tras la máscara de omnipotencia, tras la farsa del control…

Es que para las que nos interpreta, la afirmación del final del patriarcado no es una cuestión de poder (como quisieron hacernos creer que era también la historia, el mero relato del despliegue del poder), porque no todo, o muy poco, casi nada, en la vida de una mujer, en mi propia vida, es sobre el poder. No olvidemos el nombre completo del artículo que lo pone de manifiesto: “El final del patriarcado ha ocurrido. Y no por casualidad”.

Puede que nos haya tomado por sorpresa, pero por supuesto que no fue “casualidad”, lo sabemos, para ello es que millones de mujeres en toda la historia han expresado, cada una a su manera y en su contexto, la libertad en femenino, la fortuna de pertenecer al sexo que está antes, que va primero en el orden mismo de la vida.

Cada vez que una mujer se transforma, es decir, transforma su forma de estar en el mundo, de nombrarlo, lo transforma entero, porque como criatura es parte del mundo, pero también porque una mujer, todas las mujeres, llevamos en nosotras nuestra diferencia sexual, que implica esa abertura amorosa, creadora, y todo lo que en nosotras encarna se vuelve fecundo, irradia a quienes nos rodean, toca a aquellas y aquellos con quienes estamos en relación. Así también interpreto las palabras de Adrienne Rich cuando habla de las posibilidades de decir la verdad que abre para otras, una mujer que dice la verdad.

Hemos excavado tras las raíces de la opresión, y lo que muchas encontramos allá en el fondo, han sido otras raíces, como ha dicho Andrea Franulic: en la raíz más profunda no está el patriarca, ni su miseria y violencia, nuestra raíz, nuestro origen es otra mujer, y antes otra, y otra, en una genealogía femenina que descubrimos intacta… Con ellas, la libertad, la grandeza, el placer de ser mujeres, y es de ellas de quienes venimos.

Verdad y libertad se encuentran estrecha e inseparablemente unidas, una mujer que dice la verdad de sí, que habla en lengua materna, es libre. Creo que hay una verdad necesaria de ser dicha, o, al menos, una que deseo decir, y es esta: la libertad de las mujeres ha sido una revelación que cada una de nosotras puede hoy elegir para sí.

Por eso, para mí, una historia radical, de la diferencia, es una historia de la libertad femenina: porque antes siempre hay una mujer, una que nos precede, que está en el principio de la vida, de la humanidad y también de la historia.

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