Cuál espejo, cuál reflejo

Como mi madre que a veces me trata de usted / y yo me doy vuelta para ver quién soy… (Tamara Kamenszain)

Me invitaron a participar impartiendo un módulo en una escuela sobre teoría lésbica. Como siempre, agradezco estas invitaciones que nacen de otras mujeres, pues, en parte, me permiten hacer florecer viejas ideas con un nuevo color y aroma. Para esta sesión en la que expuse, se propusieron ciertas lecturas y, entre ellas, el texto de Margarita Pisano que se titula “Incidencias lésbicas o el amor al propio reflejo”. Volví a esta lectura después de muchos años y, por supuesto, la experiencia fue totalmente distinta. Una de las viejas y nuevas ideas que en mí surgió, de este renovado diálogo con su escrito, la puedo expresar en el siguiente enunciado: “No es ‘amor al propio reflejo’, es amor a la otra diferente de mí”. Me gustaría aclarar por qué.

El espejo primordial en el que se mira la existencia lesbiana es la relación madre e hija. ¿Qué quiere decir esto? Es en esta relación donde aprendemos el amor con otra mujer, aprendemos a hablar con ella primeramente a través de los campos sensoriales del cuerpo, especialmente mediante el tacto. Esta dimensión profunda de la comunicación nos acompaña durante toda la vida y toma protagonismo en el espacio de la sexualidad. No estoy afirmando con esto que la existencia lesbiana se reduzca a la sexualidad, pues no estoy mirando con los ojos del patriarcado. Al contrario, intento relevar la importancia de no separar el cuerpo de la palabra y de la comunicación (el significado, el sentido) y cómo esta unidad (cuerpo y significado) reside originariamente en la relación madre e hija y se expande en la existencia lesbiana. No olvidemos que la poeta Adrienne Rich, quien trae al pensamiento la figura de la existencia lesbiana, la describe como la presencia histórica de las lesbianas y la constante creación de significados de esta existencia.

Por eso, las pensadoras de la diferencia sexual, que colocan en el centro de nuestra política la relación madre e hija, proponen el descubrimiento y la creación de nuestro sentido libre de ser mujer, y agrego desde la existencia lesbiana, nuestro sentido libre de ser mujer lesbiana. Esto quiere decir que recuperamos estas decisivas relaciones entre mujeres junto a la potencia creadora de la lengua materna para preguntarnos y darle sentido al «¿quién soy yo como mujer?», «¿quién soy yo como mujer lesbiana?» y, así, significarnos libres de patriarcado. Pues han sido las sociedades patriarcales, que se fundan y fundamentan en el contrato sexual, las que han intervenido principalmente la relación madre e hija, y como plantea Adrienne Rich, este contrato subyace a la institución de vanguardia de los patriarcados, la heterosexualidad obligatoria, y esta interviene las relaciones entre mujeres en general y, especialmente, la existencia lesbiana. No es casual que la poeta afirme que la existencia lesbiana y la relación madre e hija son las relaciones más profundas de lo que ella llama el continuum lésbico.

En el presente, la pregunta por el “quién soy yo como mujer”, «quién soy yo como mujer lesbiana» nos salvaguarda de quedar atrapadas en la jaula pequeña, estrecha y asfixiante de las “políticas de la identidad”, que nos obligan a empequeñecer nuestra grandeza para caber en ella; políticas, además, que responden a la pregunta por el “qué” y no por el “quién”, es decir, que cierran y no abren: «¿qué es ser mujer?», «¿qué es ser lesbiana?»1. En cambio, la pregunta por el “quién” en primera persona singular conmina a una respuesta en movimiento, que no fija ni encasilla, por eso, Adrienne Rich dice que la creación de significados de nuestra existencia es “constante”, pues el “quién soy yo” cambia a lo largo de nuestra vida, según el momento vital que como mujeres estemos experimentando, de acuerdo a la edad que tengamos y al crecimiento espiritual que acompañe dicha edad2.

La pregunta por el “quién” no se hace de manera individual, se hace en relación. En la relación entre mujeres en general y en la existencia lesbiana en particular, con sus nudos y desnudos, la diferencia y la disparidad de la otra, si las reconozco, me incitan a significar libremente mi existencia y mi diferencia sexual femenina. Es decir, el espejo, que ahora la otra me proyecta, no me refleja a mí, refleja a la otra como una mujer diferente de mí. Y es esta la aventura: amar a otra mujer que no es igual a mí. No solo es la aventura, es la potencialidad transformadora del vínculo lesbiano; la potencialidad rebelde y política como gusta decir. Otra vez el espejo originario de la relación con la madre reluce su brillo, pues es con ella con quien aprendemos la disparidad y la apertura a la alteridad; a esto último, precisamente, se refiere Luisa Muraro con el orden simbólico de la madre.

Y ¡cuán necesaria es la disparidad para las relaciones entre mujeres!, para no perdernos en la fusión-confusión con la otra, para no destruir nuestros lazos, para no dejar que la envidia cale hondo y estropee nuestras confianzas, para no trocar autoridad3 por poder. Por eso, no es solo horizontalidad lo que necesitamos en nuestras relaciones, es también disparidad; o sea, saber reconocer la diferencia de la otra y no solo la diferencia, su grandeza en su singularidad, verla y agradecerla en tanto me hace crecer, en tanto me hace ver mi propia grandeza, cuya textura también es única en cuanto viene hilada a su correspondiente origen. En esto está Amor. Pienso que quizá en el “amor al propio reflejo” descanse esta intuición, sin embargo, lo que esta idea propone pasa de largo hacia una misma sin ver a la otra y sin ver la práctica relacional ni su tejido originario. Creo que pasa de largo porque el texto donde esta idea se desarrolla está centrado en la mirada masculina y en su constructo del género. Por lo tanto, desvía insistentemente nuestra mirada hacia la masculinidad y su concepto de lo femenino, en lugar de que nuestra mirada gire hacia nuestra genealogía femenina, que es la que puede sostener nuestra independencia simbólica del patriarcado.

Precisamente, volviendo a la disparidad, quién más grande y dispar que la propia madre, a quien necesitamos para vivir y permanecer en el mundo, quien nos da la vida y la palabra (la capacidad de comunicarnos y de crear significados) y con estos dones transformarnos en una mujer diferente de ella, sin cargar con el peso de ella sin darnos cuenta, que una ya pesa por sí sola y bastante, pero dejándonos iluminar siempre por su cálida e irreductible grandeza, porque nos muestra el camino en el que hallaremos la nuestra. Entre mujeres adultas que creamos significados libres para nuestra existencia lesbiana, la mirada o, mejor, la visión retorna al origen, a la diferencia sexual femenina, que los patriarcados, y lo que queda de estos, han intentado y siguen intentando suplantar con una de sus más corrosivas falsificaciones, los estereotipos de género. Sin este retorno, no basta ser lesbiana, no basta ser feminista. Y esta es una práctica de vida y no una declaración de principios.

1Las invito a la lectura del texto de Diana Sartori para profundizar en este punto sobre las preguntas y las políticas de la identidad: “Nacimiento y nacer en la acción. A partir de Hannah Arendt”, Revista Duoda, 11, 1996.

2Las invito a la lectura del texto de Luce Irigaray “¿Qué edad tienes?” en el libro Yo, tú, nosotras, Barcelona, Cátedra, 1992. Y del mío que se inspira en el de ella “Relación entre mujeres: la edad”, en Incitada, Santiago, Nudos Feministas, 2023.

3Las pensadoras de la diferencia sexual usan la palabra autoridad con el sentido que le confiere su étimo del latín augere, que significa “hacer crecer”.